Penélope
espera, está sentada en su llanto, no parece, pero más que melancolía siente
rabia. Impotente se recuesta, aún espera, aparca sus sueños frente al espejo,
único testigo de su comparecencia. Ya no teje, porque esperar le ha tomado
demasiado tiempo como para perderlo en trabajos banales. Tiempo atrás, se hartó
de deshilar su hipocondría y para ahorrar sus lágrimas ya escondió los telares.
Ahora está sentada nuevamente, la ira no la deja ni apenarse. Su medidor de
desconsuelo ha dejado en su rostro cicatrices irregulares de aislamiento
disoluto. Ahora abraza una almohada, sólo para ver si recuerda lo que es un
abrazo, para asegurarse de que no ha olvidado como conjurar uno. Duda, aunque
esté recostada otra vez. Sus manos se descuellan buscando un domesticador para
su escarmiento. Encuentra el mismo libro viejo que aún la entretiene, el mismo
libro que anteriormente fue otro, que fueron muchos. Viaja, aunque sus ojos
tengan que navegar para llegar a las letras, pero sonríe, pues sus mares
funcionan como un catalejo, y las ideas se adhieren con menos somnolencia. Sólo
la ira la mantiene en vigilia, ya la desmoralización y la desesperanza no
afectan desde la profundidad de la lesión. En el espejo, algo cambia.
Desaparecen los fantasmas de la conformidad. Nace en su pequeña cabeza un concepto
desatinado, una pequeña semilla que se aferra en lo más áspero de su afectado
hipotálamo, y que palpita, retumba,
resuena: ¡pum! ¡pum! ¡pum! No ha parado, pero ella sí. Ya no espera.
Camina por primera vez desde que el suspenso se llevó también sus pasos. El
libro fue consumido. Punto. No aparece más, es miembro de su reciente
aspiración de cambio, de sus ínfulas odisiacas fundacionales. Ya no es ella, ya
no es él. Soy yo, eres tú, y podría ser cualquiera, ya no importa, nunca lo
hizo. Sale de casa. Respira. Grita:
-
¡No esperaré más, puesto que los libros son peligrosos! -
Se
marcha. Vive.
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